Todas nuestras citas son a ciegas pero no
lo notamos.
Llevamos una agenda en la que se estipula hora, lugar y persona con
la que nos encontraremos y hasta el tema que tocaremos al hablar. Rara vez
resulta como lo planeamos. Cuando viajamos, y mucho más si lo hacemos en un
tour programado de antemano, está
rigurosamente estipulado el día y la hora que estaremos en cada país, el paseo
en barco, el caminar por las sierras, el
shopping, la comida que probaremos y los
grupos de músicos disfrazados con trajes típicos que nos obligaran a escuchar
el folklore local.
La maquina requiere ser alimentada con
determinada comida y siguiendo un orden, y nosotros obedecemos.
¡“Me dieron una sorpresa fantástica”! ¿Cuántas
veces escuchamos esa frase? Cada vez que la escucho digo para mis adentros, o
para mis afueras, “odio las sorpresas”. Y es verdad, odio las sorpresas, pero
es una afirmación estúpida porque cada minuto de mi vida es inesperado.
Lo sé, lo sabe mi laboriosa cabeza, pero
el resto de mi persona sigue comportándose como si lo ignorara, viviendo
enormes frustraciones cuando las cosas no suceden como lo espero.
Tuve plena conciencia de ello cuando hace
unos días asistí a una verdadera cita a ciegas.
Fui invitada a un almuerzo
organizado por una reencontrada amiga de años, poseedora de una delirante,
original y brillante inteligencia. El encuentro consistía en comer en un
restaurante un grupo de personas que no se conocían previamente, con la
consigna de que era “para nada”.
Fue así como compartí uno de los momentos mas
ricos, espontáneos, y disfrutables de mi vida, con un diseñador de ropa, un
encargado de relaciones publicas de uno de los hoteles mas importantes de
Buenos Aires, la encargada de educación y cultura de la embajada de EEUU, recién
llegada al país, una arquitecta que tiene además una galería de arte, un
artista multidisciplinario con un delirio y una inteligencia comparables a los
de mi amiga, presente también, y yo.
No suelo sentirme muy libre cuando soy
invitada a reuniones, grandes o pequeñas, en las que no conozco a la mayoría de
los invitados. Con frecuencia declino asistir y si lo hago me doy cuenta de que
estoy en guardia y sin demasiada espontaneidad.
El día de mi cita a ciegas me di cuenta
de lo que me pierdo. Es verdad que los invitados a ese almuerzo habían pasado
un filtro riguroso, pero era un examen bastante fácil de aprobar. Cuando le
pregunto alguien a mi amiga qué criterio había utilizado para elegir a sus
invitados respondió: “Creatividad y alegría”. Y, efectivamente, era el común
denominador de todos los asistentes. El almuerzo fue una fiesta.
Mientras conducía el auto de regreso a mi
casa pensé con qué facilidad los hechos de la vida cotidiana nos evaporan la alegría.
Esa que debería acompañarnos por el mero hecho de estar vivos y ver salir el
sol cada mañana. Esto suena a manual de autoayuda, lo se, pero no tengo otra
manera de explicarlo.
Nadie debe tener el poder de arruinarnos un día, y está
claro que no hablo de los grandes dolores, de los que no está exenta ninguna
vida, hablo de que el poder debe estar en nuestras manos. Ni de los gobiernos,
ni de nuestros trabajos, ni de los amigos y, si se me permite, ni de nuestra
familia, vendrá ese impulso interno necesario para vivir en plenitud aunque las
papas quemen.
Eso
ocurre cuando lo que sabe nuestra cabeza baja a cada célula de nuestro cuerpo y
se instala en cada gota de la sangre que circula y nos alimenta, y se mete muy
adentro hasta hacer de nuestro corazón el centro de su casa.
Es una experiencia que vale la pena
intentar. Cada uno puede comenzar por donde quiera, ahí están, nuestro cuerpo,
nuestra mente y nuestro espíritu, esperando ser entrenados para la felicidad. Y
está claro que no hablo de reírse todo el tiempo. Hablo de poder atravesar una
pena sin pensar que la vida no tiene sentido.
Los abrazo.
Leonor.