¿Cómo se hace para no colaborar con la
mentira imperante en los medios de comunicación? ¿En el discurso de la mayoría
de los políticos?
Los políticos han entrado en una, tal vez relativamente
nueva, modalidad. Aseguran algo que todo el mundo sabe que es mentira, con una
tranquilidad sorprendente. Se parecen al niño que encontramos cuando regresamos
al hogar, jurando que no ha tocado el frasco de dulce de leche y tiene la boca
y los dedos y la ropa manchados con el dulce manjar.
Los periodistas nos cuentan las noticias
armando las frases de tal modo que sean funcionales a sus ideas.
Hagan la
prueba, la misma noticia relatada por distintos medios se convierte en otra
noticia, especialmente en épocas de elecciones o de sanciones de leyes. Y la
gran tentación es leer los medios que piensan como nosotros. El peligro que
esto implica es que deforma la realidad y empequeñece nuestro mundo.
La realidad como tal es inabarcable. Y
secreta. Jamás sabremos qué pasa realmente en despachos cerrados a cal y canto,
de los que, si nos llega algo, es probable que también esté teñido de
intereses.
Nosotros también mentimos en nuestra
cotidiana vida. Cuando relatamos una ruptura sentimental o una pelea con un
amigo, o una discusión con un vendedor, tendemos a relatar la situación de la
manera más favorable para nosotros. Nos cuesta muchísimo decir “tuvimos un
cambio de palabras”, “no nos pusimos de acuerdo”, “hubo un malentendido”, “a
partir de ahora no estaremos juntos”, y ante el requerimiento de nuestro
interlocutor, que será ineludible, de las razones de lo ocurrido, es casi
imposible terminar el asunto con un “prefiero no hablar de ello”.
Vivimos en un infierno de inocentes.
Todos hacemos las cosas bien, o eso decimos, y sin embargo vivimos muy mal.
¿Qué hacer?
Si las palabras son la representación de
nuestras ideas, si las palabras nos remiten a recuerdos dolorosos como si una
pantalla bajara y se convirtiera en la visualización de nuestras peores
memorias, una solución bastante eficaz, por lo menos para mi, es hablar lo
menos posible de esas cosas.
Si alguien nombra a mi padre, sin
siquiera mencionar su muerte, lo más probable es que se me llenen los ojos de
lagrimas y recuerde su bondad y su alegría y la perdida que significó su
muerte.
Si al amanecer paso por la vereda de una panadería,
el olor a masa recién horneada estimulará mis papilas gustativas y recordaré el
pan caliente y sentiré placer.
Tal el poder de las palabras y las
sensaciones.
Si soy la depositaria de un acto de
violencia callejera, cada vez que relato el hecho, lo traigo a mi memoria y lo
revivo. Y eso no es lo peor, buscamos
clientes para contarles lo que nos ha ocurrido, sin tener conciencia de que el
mismo terror y la impotencia que nos invade una y otra vez que lo revivimos, lo
plantamos en el ser que nos escucha, el
que a su vez, seguramente lo repetirá y volverá a producirse la situación en
otra persona y así hasta el infinito.
Y es de esa manera y no de otra que
colaboramos con una realidad incomoda y
enfermante. Y esto es literal y no metafórico: el hablar permanentemente de lo
que nos molesta, de lo que no podemos, de lo que nos es impedido, de cómo nos
mienten, de que creen que somos idiotas, de los cortes de calles, de la subida
del dólar y de la inflación, provoca un bloqueo en el fluir de nuestro
pensamiento y una tensión en nuestro sistema muscular, que enferma. Mental y/o psíquicamente,
enferma.
Pruébenlo, aunque más no sea por
curiosidad. No cuesta nada, y, como dice en algunos medicamentos, no tiene
contraindicaciones.
Otra posibilidad es golpear la puerta de
nuestros legisladores, que como ciudadanos tenemos derecho, y exigirles
explicaciones. O seguir los caminos legales que la justicia contempla, que también
son viables.
Yo, como tengo otros planes para mi vida,
y he decidido usar mi tiempo creativamente para mi bien y el de los otros, me limito a ser una buena habitante de
este lugar del planeta y hago foco en lo que puedo y no en lo que no puedo.
Eso si, hasta sus ultimas consecuencias.
Los abrazo.
Leonor.